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Pamplona: una pequeña escapada con un gran encanto

Muchas veces no necesitas grandes presupuestos para realizar esas pequeñas escapadas que te pueden alegrar las vacaciones.

Desde Barcelona, y por cerca de 55€ se puede llegar a Pamplona en bus; el trayecto dura alrededor de 6 horas, y si se cuenta con los elementos de ocio adecuados, el viaje no se hace tan largo.

Pamplona no es muy grande, así que a paso ligero se puede recorrer en una tarde (que fue lo que hice). Justo al llegar a la estación nos encontramos con la Ciudadela, un antiguo conjunto militar, que vale la pena ver (ahora es un parque).

https://www.flickr.com/photos/kiketapia/27728956009/in/album-72157668138298349/

Muy cerca de la Ciudadela tenemos los Jardines de la Taconera, en donde se pueden visitar los portales (como el Portal de San Nicolás), que eran las antiguas entradas a la ciudad cuando ésta estaba rodeada de murallas.

Siguiendo por el parque, nos encontramos con el paseo de Ronda, que va por encima de la antigua muralla, y que nos lleva hasta el Museo de Navarra y a los Corrales de Santo Domingo; desde este punto, subiendo por la calle de Santo Domingo (paralela al museo) se llega al Ayuntamiento.

A partir de este punto es un poco seguir callejeando; en mi caso, seguí los consejos de este blog y el google maps (no iba con intención de conocer algo en particular).

https://www.flickr.com/photos/kiketapia/39505519331/in/album-72157668138298349/

Olite y Artajona:

Gracias a la ayuda de un amigo (al que le debo una gran estancia en Pamplona), pude conocer el Castillo de Olite, cuya majestuosidad es innegable, pese a ser una reconstrucción y no contar con los decorados originales.

Olite está a una hora de Pamplona en autobús (nosotros llegamos en coche en media hora aproximadamente); pese a no ser muy grande, está bien recorrer las callejuelas de este pueblo que tiene su encanto.

Artajona fue el último destino, y pese a ser también un pueblo bastante pequeño (y casi fantasma cuando lo visitamos; tal vez por ser Diciembre), tiene como atractivo el Cerco de Artajona, una de las construcciones medievales más importantes de Navarra.

https://www.flickr.com/photos/kiketapia/39505272971/in/album-72157668138298349/

Incluiría en esta crónica una pequeña guía de restaurantes para comer (la comida navarra tiene muy buena fama), pero aquí pequé en gran manera, ya que el supermercado de turno fue mi fuente de energía (también me sirve de excusa para volver, puesto que el encanto de la zona me obliga a repetir visita).

¿Habéis estado en Navarra, y en Pamplona concretamente?

Mi versión personalizada del síndrome del viajero eterno

Son las 17h40, me dispongo a bajar del tren para hacer cambio de línea subiendo por unas escaleras atiborradas de gente, haciendo fila para poder salir. Camino por el pasillo que comunica los ferrocarriles con el metro, a paso rápido y sin demora para poder evitar el cúmulo de gente que se suele reunir para “picar” el billete de metro. Justo antes de las puertas, a mano izquierda, leo una frase que me llama la atención: “el capitalismo ha transformado al viajero en turista”; valido la tarjeta, bajo las escaleras, y dos minutos después subo al vagón, observando a los pasajeros y sintiéndome totalmente ajeno a ellos, al vagón, y a la ciudad, que hasta hacía poco consideraba mía.

Pasando la estación Sant Pau/Dos de Maig, y con la frase que hace unos minutos acababa de leer, recordaba mis trayectos desde 火车站hasta 五一广场, cuando los fines de semana me dedicaba a recorrer las calles alrededor del Wanda Plaza, eje central de Changsha, una ciudad en la cual me sentía en casa. De pronto la nostalgia me conecta con la Rembrandtplein y el Pathé Tuschinski, en donde pasaba horas y horas, para luego caminar de noche disfrutando de los canales de Ámsterdam hasta llegar a Leidseplein, entornos tan familiares como si allí hubiese transcurrido mi niñez.

El metro llega a Verdaguer, y allí mi mente ya me ha transportado a Marienplatz, una estación que me servía de trasbordo para llegar a München Isartor, una estación que tuve usar hasta el cansancio para ir a hacer mis prácticas, haciendo una rutina en un entorno que me era familiar, y que podía llamar hogar.

Saliendo del metro, y yendo de prisa hacia el supermercado para hacer la compra de la semana, no puedo dejar de pensar en esa sensación de inconformidad constante, de querer estar de nuevo en un avión, hablando con gente en otra lengua que no sea la mía, haciendo comentarios mezclando palabras, tonos y expresiones que sólo unos pocos podamos entender. Esa sensación tiene un nombre: el síndrome del viajero eterno. Es un síndrome, una enfermedad, un virus que me alegra haberlo contraído. Es una inconformidad que pese a no dejarme en paz en mi día a día, ya que siempre me está martillando la cabeza haciéndome pensar cuál será mi próximo destino, es a la vez una especie de alivio al recordarme que mi hogar está en donde estoy yo acompañado de mi maleta.

Comparado con amigos que le han dado la vuelta al mundo (algunos de ellos más de una vez), soy un mero principiante, de hecho, un “wannabe” que ni siquiera ha comenzado en serio, y aun así ¡cuánto me ha hecho cambiar la muestra gratis de experiencia que he recibido! Sí, envidio de algún modo a muchos de mis contemporáneos que tienen una vida “estable” y que encuentran en su zona de confort lo que necesitan para vivir: trabajo, comida y fútbol; es un estilo de vida que no trae preocupaciones y que con poco esfuerzo pareciese que la pirámide de Maslow estuviese satisfecha, pero envidio aún más a aquellos que en este instante están en una carretera haciendo autostop, en un mercado comprando artesanías en el otro lado del planeta (que no regateando) o simplemente escribiendo una nueva página en su libro propio de aventuras.

El síndrome del viajero eterno, según los comentarios de internet y por lo que he podido hablar con amigos, es incurable; esa sensación de no pertenecer a ningún sitio es incómoda especialmente cuando te preguntan “¿de dónde eres?” (odio esa pregunta básicamente porque no sabes qué responder), empero es también una forma de ver el mundo, un estilo de vida, y la mejor excusa de escapar cuando la rutina atrapa, una manera de comenzar siempre desde 0 y de hacer del mundo ese lugar al que podamos llamar hogar.

4 cosas que debes saber sobre el regateo

Odio regatear. Así de claro comienzo este post. Odio estar media hora batallando para intentar que no me timen con el precio de las cosas, y que además seguramente sea un precio que es más elevado que el precio que se consideraría justo.

He vivido este karma en Marruecos, en China y en Colombia, y pese a que es una costumbre bastante común, prefiero ir a un gran almacén y pagar un precio fijo, en lugar de perder el tiempo en la calle esgrimiendo razones y jugando al negociador.

En Colombia tuve mi primera experiencia con el regateo (bueno, de hecho fue mi madre la que enseñó desde la práctica), siempre bajando el precio y haciéndose la desinteresada. En Marrakech fui timado más de una vez, al caer como un principiante con la técnica de la bolsa de plástico (cuando el vendedor te va fijando el precio mientras te prepara los objetos para llevar), y también por mi impaciencia.

Estando en Beijing y Shanghai, tuve que pasar de nuevo por esta penuria, pero esa vez ya fui algo más preparado (especialmente con tiempo) y dispuesto a no dejarme timar tan fácilmente. Puede que no haya sacado los mejores precios, pero no pagué 200 kuais por un objeto de 20 kuais.

Algunos puntos clave en el regateo serían:

1- Paciencia:

No se puede ir con prisas a la hora del regateo. Necesitas tiempo para saber poder hacerte una idea del valor de las cosas, y sobre todo para poder estar “dale que te pego” durante media, tres cuartos, una hora, con el vendedor.

2- Saber el precio de las cosas:

¿Cuánto cuesta un souvenir X o una pintura Y? Muchas veces no lo sabes porque son objetos que ves por primera vez cuando estás en los mercadillos. Solución: preguntar en diferentes sitios y hacer la rebaja extrema (lo explico en el siguiente punto) para hacerte una idea del precio y poder establecer un objetivo.

https://www.flickr.com/photos/kiketapia/29498496312/in/album-72157673629089156/

3- Rebajar el precio al máximo:

En países como China, el precio a rebajar es casi el 10% o 20% del precio que te piden al principio. En muchos sitios te echan a patadas directamente (seguramente porque te estás pasando) pero cuando ya tienes un precio objetivo, te comenzarán a rebatir, y es allí donde comienza el juego. Recuerdo que en Beijing, en uno de los puestos me pedían por una estatua miserable 200 kuais. Yo lo bajé directamente a 20 kuais. Entre mucho tire y afloje se quedó en 30 kuais. ¡Son 170 kuais de diferencia! (23€ al cambio).

4- Amable en las formas, rígido en el fondo:

A mí me fue peor cuando iba de “chulo” con una cara de pocos amigos; en cambio, cuando iba relajado, amable, pero seguro de lo que hacía, generalmente acababa sacando un “buen” precio.

En Marrakech, un amigo nos dijo: “si el vendedor no queda contento, es que has sacado un buen precio; si el vendedor queda feliz, has perdido”. Este mantra se me quedó grabado “a fuego”, y cuando voy a alguno de estos sitios intento conseguirlo, eso sí, como dije antes, lo que menos busco es ir a un mercadillo a regatear (prefiero ir a un almacén de cadena y pagar un poco más pero seguro de lo que me está costando).

Y vosotros, ¿tenéis experiencia con el tema del regateo?