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4 cosas que debes saber sobre el regateo

Odio regatear. Así de claro comienzo este post. Odio estar media hora batallando para intentar que no me timen con el precio de las cosas, y que además seguramente sea un precio que es más elevado que el precio que se consideraría justo.

He vivido este karma en Marruecos, en China y en Colombia, y pese a que es una costumbre bastante común, prefiero ir a un gran almacén y pagar un precio fijo, en lugar de perder el tiempo en la calle esgrimiendo razones y jugando al negociador.

En Colombia tuve mi primera experiencia con el regateo (bueno, de hecho fue mi madre la que enseñó desde la práctica), siempre bajando el precio y haciéndose la desinteresada. En Marrakech fui timado más de una vez, al caer como un principiante con la técnica de la bolsa de plástico (cuando el vendedor te va fijando el precio mientras te prepara los objetos para llevar), y también por mi impaciencia.

Estando en Beijing y Shanghai, tuve que pasar de nuevo por esta penuria, pero esa vez ya fui algo más preparado (especialmente con tiempo) y dispuesto a no dejarme timar tan fácilmente. Puede que no haya sacado los mejores precios, pero no pagué 200 kuais por un objeto de 20 kuais.

Algunos puntos clave en el regateo serían:

1- Paciencia:

No se puede ir con prisas a la hora del regateo. Necesitas tiempo para saber poder hacerte una idea del valor de las cosas, y sobre todo para poder estar “dale que te pego” durante media, tres cuartos, una hora, con el vendedor.

2- Saber el precio de las cosas:

¿Cuánto cuesta un souvenir X o una pintura Y? Muchas veces no lo sabes porque son objetos que ves por primera vez cuando estás en los mercadillos. Solución: preguntar en diferentes sitios y hacer la rebaja extrema (lo explico en el siguiente punto) para hacerte una idea del precio y poder establecer un objetivo.

https://www.flickr.com/photos/kiketapia/29498496312/in/album-72157673629089156/

3- Rebajar el precio al máximo:

En países como China, el precio a rebajar es casi el 10% o 20% del precio que te piden al principio. En muchos sitios te echan a patadas directamente (seguramente porque te estás pasando) pero cuando ya tienes un precio objetivo, te comenzarán a rebatir, y es allí donde comienza el juego. Recuerdo que en Beijing, en uno de los puestos me pedían por una estatua miserable 200 kuais. Yo lo bajé directamente a 20 kuais. Entre mucho tire y afloje se quedó en 30 kuais. ¡Son 170 kuais de diferencia! (23€ al cambio).

4- Amable en las formas, rígido en el fondo:

A mí me fue peor cuando iba de “chulo” con una cara de pocos amigos; en cambio, cuando iba relajado, amable, pero seguro de lo que hacía, generalmente acababa sacando un “buen” precio.

En Marrakech, un amigo nos dijo: “si el vendedor no queda contento, es que has sacado un buen precio; si el vendedor queda feliz, has perdido”. Este mantra se me quedó grabado “a fuego”, y cuando voy a alguno de estos sitios intento conseguirlo, eso sí, como dije antes, lo que menos busco es ir a un mercadillo a regatear (prefiero ir a un almacén de cadena y pagar un poco más pero seguro de lo que me está costando).

Y vosotros, ¿tenéis experiencia con el tema del regateo?

PORQUÉ HE RENUNCIADO A MI NACIONALIDAD COLOMBIANA

El dos de octubre del 2016 fue uno de esos días decisivos en mi vida, no porque me afectase directamente en mis labores diarias, o que tuviese una influencia directa en mis decisiones de futuro, pero sí fue un día en el que tuve que tomar una posición radical en cuanto a política se refiere. Cuando en la mañana del tres de octubre vi que el referéndum por la paz en Colombia había sido rechazado, sentí tal decepción, que decidí renunciar a mi nacionalidad colombiana (así como lo hizo Vallejo en su día).

Ya le había dado vueltas al tema durante algunos meses: siempre que veía noticias, escuchaba comentarios, y seguía por las redes sociales la actualidad del país, no cesaba de preguntarme, ¿qué coño le pasa a la gente? Se asesinan impunemente a defensores del medio ambiente, a líderes sindicales, se tolera la corrupción y se defiende (hasta se idolatra) a un asesino como Álvaro Uribe, tal como prueba su página de Facebook. Los problemas de corrupción política e inseguridad no son exclusivos de Colombia (sin irme más lejos, en España las triquiñuelas para enriquecerse ilícitamente abundan, y los culpables siguen libres como si nada hubiese pasado), sin embargo en Colombia se permiten los sistemas corruptos porque “es de ser avispado”.

Podría enumerar tantas razones para no querer ser colombiano, como por ejemplo, el hecho de que un gobierno mezquino no sea capaz de solucionar el problema de la hambruna en la Guajira, que a los campesinos se les siga tratando de criminales cuando salen a protestar por unas condiciones comerciales más justas, que se firmen acuerdos de libre comercio que atentan contra la seguridad alimentaria del país, que uno de los hampones más peligrosos esté en el Senado en lugar de estar en la cárcel, que la minería extractiva esté acabando peligrosamente los recursos hídricos del país, que los políticos obtengan sus puestos para satisfacer favores, o que los “dignos” representantes de la Cámara o el Senado obtengan sus curules a punta de lechona y tamal, … etc., etc.

Habiendo nacido en Bogotá, tampoco podía estar ajeno a la situación de Uber, en donde unos hampones conduciendo taxis amarillos se creen con el derecho de imponer justicia por su cuenta, atentando en contra de la libre decisión de los usuarios de tomar el servicio que ellos consideren mejor; tampoco podía ignorar el desprecio que se le hizo a un alcalde que hizo lo mejor que pudo para dejar una ciudad más igualitaria, y en cambio se prefiera el trabajo del maestro de “chaqueteo” como Peñalosa, dejando atrás su lado visionario y sacando a la luz su faceta más ruin (sí, valoro su trabajo hace años, cuando vivía en ese proyecto fallido de ciudad, cuando junto a Mockus, mejoraron notablemente el nivel de la ciudad, pero cuyo progreso fue arruinado por los alcaldes posteriores, que siguiendo la tónica colombiana, dieron más prioridad a sus intereses personales que al bien común), y así podría continuar con la lista.

No obstante, el mayor problema que siempre le he encontrado al país, y en donde irónicamente radica su salvación, es la gente. Siempre he encontrado que el colombiano de a pie (y con el cual me molesta en gran manera que me relacionen), es un clasista que sólo quiere estar por encima del otro a como dé lugar, el cual quiere estar en los estratos más altos, sin tener nada que ver con los estratos bajos (que por cierto, encuentro una ignominia que aún se mantenga este sistema de clases, como si fuese una copia de la castas de la India) y que se da el lujo de humillar al ciudadano del común, con un “usted no sabe quién soy yo”; ese clasismo que reparte justicia de acuerdo al apellido o a la cuenta bancaria, dejando a las víctimas de la violencia totalmente desprotegidas.

Aparte del clasismo, que mantiene a las personas de bajos recursos condenadas a una pobreza no sólo económica sino social, el arribismo con el que me encuentro constantemente es vomitivo. Se encuentra no sólo en las calles, en el día a día, sino también en esas instituciones en las cuales los que están debajo de la pirámide estatal buscan por todos los medios coronar los niveles más altos sin importar las consecuencias (de aquí viene el problema endémico de la corrupción en todos los niveles). A nivel social, ese arribismo que está impregnado en la sociedad, es la causante que la valoración de un par de tetas operadas antes que a un título universitario, o que se prefiera ser un narco o un delincuente a sueldo, antes que ser un profesional o un empresario.

Otra de esas razones que me hace sentir desdén hacia mis ex compatriotas, es el racismo que se intenta negar constantemente, amparados en una constitución que sólo es bonita sobre el papel, pero que desafortunadamente no protege a quien debería proteger. Las comunidades indígenas son las primeras víctimas de la violencia, el porcentaje más alto en cuanto a pobreza está entre la comunidad negra, y aquellos que viven en la ciudad cursando estudios universitarios, ven como son rechazados por pertenecer a una etnia en concreto. Pero eso sí, en el momento de obtener medallas olímpicas son alabados temporalmente y colmados de promesas para futuros patrocinios deportivos que se quedan sólo en eso, en promesas. Duele ver qué países con menos recursos cuidan y patrocinan a sus deportistas, a sus estudiantes y a sus científicos, mientras que en el país del Divino Baby el dinero se lo quedan esos mismos bandidos que son el modelo a seguir por el colombiano medio.

Pero tal vez lo que constantemente me causa entre rabia y desazón, es ese patriotismo barato, que no sirve para nada, y que sólo causa vergüenza cuando se ve de lejos; ese nacionalismo que grita “Viva Colombia” con una camiseta de fútbol y una bandera tricolor pintoreteada en la cara, pero sin tener ni puñetera idea de las regiones en las que se divide el país, que siempre que se hable de música salgan a relucir Shakira o Juanes pero abunde el desconocimiento de autores musicales como José Barros, Jorge Villamil, Rafael Escalona, Lucho Bermúdez o José A. Morales; de obras literarias clásicas como María o La Vorágine, o que se sienta vergüenza al escuchar géneros como la guabina, el pasillo o el bambuco… Sí, ese nacionalismo que hace se tenga más conocimiento de fútbol que no de la historia, que viéndola y analizándola detenidamente, nos da la respuesta del por qué ese pedacito de tierra llamada Colombia ha parido una generación de mala hierba que sólo sabe hacerle mal al prójimo para su propio beneficio.

En general, si se mira al mundo con una visión objetiva, vemos que cada nación tiene el mismo problema: un montón de gente, del cual sobra el 90%; de hecho siempre he dicho que en este planeta de locos sobramos la mayoría; aun así, cuando personalmente empiezo a hacer criba, veo que el destino se ensañó con Latinoamérica: llegaron los colonizadores más holgazanes del viejo mundo, dejando en su retirada una generación trágica de latinoamericanos con ganas de formar un conjunto de repúblicas, que se quedaron a medio hacer. Entre toda esa mezcolanza de culturas y tribus, Colombia tiene la suerte y la desgracia de ser un país tan rico étnica, social y medio ambientalmente, que lo hace ser víctima de su propia descendencia.

Algunos me tildarán de ser ese arribista que tanto critico líneas arriba, ¿por tener otro pasaporte? ¡Ni más faltaba! Soy plenamente consciente que siempre seré tratado como un ciudadano de segunda clase en un país que es tan arribista como Colombia, pero ¡qué más da! Al final de cuentas, son nuestras obras y nuestros logros los encargados de callar bocas y no nuestro DNI.  ¿Soy ingrato con el país? Salí de allí con una edad que el único recuerdo vivo que tengo es la Troncal de la Caracas y los mimos de Antanas, así que de ingratitud, poco. (Sí, prefiero ignorar aquellos años en un colegio distrital, en donde tuve la fortuna de tener a unos excelentes docentes, pero que no nos forzaron lo suficiente para ser mejores, y en cambio, pude estar entre los mejores, no por mi “brillante” capacidad intelectual, sino por la mediocridad que me rodeaba, y cuyo contenido palidece si lo comparo con el que recibieron alumnos del Liceo Francés o del Gimnasio Moderno).

He renunciado a ser colombiano, para no tener nada que ver con la gente que arruina su propia casa, que sólo mide el progreso en bienes materiales, y que vive comparándose con el vecino del hemisferio norte, sin darse cuenta que es una de las peores referencias que se pueden tener; no quiero saber nada de esa Colombia poblada de gente con mala sangre, que en el extranjero piden y reclaman lo que dentro de sus fronteras son incapaces de dar.

Ahora bien, JAMÁS renunciaré a la herencia que corre por mis venas y de la cual me encanta hablar con mis colegas; esa herencia muisca que me hace volver a esos antiguos rituales para encontrar la tan anhelada paz interior; esa herencia colonial que me hace redescubrir temas musicales que tanto bien le hacen al espíritu, en momentos en que la música latina es identificada con una bazofia llamada “reguetón” ; esa herencia literaria que me sorprende con su calidez, agresividad y salvajismo, que dio origen a nuevas olas como por ejemplo el realismo mágico; siempre que tengo oportunidad visito restaurantes colombianos para revivir recuerdos de infancia con los sabores típicos, ya sea de una empanada, de unos fríjoles, de unas patatas criollas o simplemente de un chocoramo (marca registrada). Dejo de ser colombiano sobre el papel, para que no me desangren esos mafiosos de corbata (ya tengo suficiente con los vampiros del PPSOE, que me roban el salario a punta de impuestos y que acaban en cuentas suizas), pero no dejo de ser ese “chibchombiano”, nacido en un hospital del sur de Bogotá, que siempre está sediento por saber más de esa patria en la cual nací, no por decisión, sino por azar, y que al final del día, en medio de la mediocridad y conformismo de sus habitantes, tiene tanto para ofrecer.