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La zona de confort, o como morir lentamente

El año 2017 se ha caracterizado por una angustiosa inmovilidad. Aparte de mi pequeña escapada a Lanzarote, la verdad es que no he tomado el avión apenas para descubrir un sitio nuevo (la visita regular a mi pueblo no cuenta).

Durante estos meses de rutina, he podido darme cuenta de nuevo que las situaciones que me atormentan vuelven a su sitio, y que la inconformidad acampa a sus anchas en mi cabeza y me hace cavilar constantemente acerca de las razones y de su origen. ¿Qué es lo que va mal? ¿Qué puedo hacer para cambiarlo? ¿Es necesario te prepare las maletas y me vuelta a perder?

Cuando tengo que poner en la balanza los pros y contras de una vida rutinaria, la monotonía siempre sale perdiendo en mi caso; lo extraño es que siempre estoy deseando volver a ella cuando la aventura es el pan de cada día. Llámese deseo de zona de confort, síndrome del viajero eterno, etc., pero en cualquiera de las dos situaciones (aventura vs. rutina), nunca estoy conforme.

Justo en el momento en que este artículo estaba siendo redactado, rememoraba aquellos momentos en los que estaba completamente solo, y justamente este artículo apareció para confirmarme que en estos momentos, estaría bien tener una dosis de soledad.

Para explicarme mejor, os cuento lo que muchos de vosotros, aquellos que habéis vivido en el extranjero perfectamente entenderéis:

Estando en Changsha, y al pasar mi primera noche de hotel en la ciudad, me di cuenta que no tenía ningún contacto disponible ni en Whatsapp ni en Wechat; el VPN no me iba bien, y por tanto no podía comunicarme ni por Facebook ni por Instagram. Por segunda vez, me encontraba completamente aislado del mundo; en caso de morir, nadie sabría ubicar mi cadáver (siendo trágicos).

Al pasar de los días, fui conociendo gente, pero sólo aquellos relacionados con mi trabajo de profesor; no obstante, no conocía a nadie para quedar aunque fuese para tomar un té. Llegaba el fin de semana y no literalmente con quien hablar. Fue en ese momento en el que mis pocas habilidades sociales y exploratorias se pusieron en marcha y poco a poco descubrí FCSA, y formé un grupo de amigos de los cuales aún guardo un muy grato recuerdo. Tuve que esforzarme al máximo con el idioma para poder conseguir lo que quería: hacerme un lugar y dejar de ser un extranjero en Changsha y formar parte de la ciudad como un habitante regular más.

En Barcelona tengo a un golpe de click lo que en China no tenía, y esa facilidad ha hecho que vuelva a caer en la conformidad de no salir a explorar, de conocer, de descubrir ese submundo que se forma y renueva en las ciudades. Cuando estás en “tu casa”, tiendes a quedar con las mismas personas, ir a los mismos sitios y a ignorar las sorpresas que te puede traer el grupo de “expats” que tienes a dos mesas, ya que no lo necesitas. Cuando vives fuera, ese grupo puede hacer la diferencia entre pasar un fin de semana encerrado en la habitación de un hotel viendo las pelis que has traído contigo desde el otro lado del mundo, o pasar un fin de semana en un karaoke subterráneo, en un coche con desconocidos yendo a conocer un pueblo cercano, o en alguna fiesta en una casa perdida en medio de la nada, literalmente pensando “esto no puede ser real”, sabiendo que tal vez algo así no lo hubieses hecho estando en tu zona de confort.

Cuando estuve en Francia, me di cuenta que era bueno en resistencia, que era capaz de ejercicios que antes no los hacía por pereza (literalmente), y que no se me daba mal el disparar un fusil; por el contrario, la velocidad y el salto de obstáculos me hacían quedar en ridículo; en China, aprendí que soy un buen líder, que puedo coordinar grupos grandes y que soy capaz de tomar decisiones bajo una buena dosis de presión (aparte de improvisar soluciones cuando los problemas se multiplican); también me di cuenta que debo mejorar bastante mi forma de aprender idiomas, y que no se me da bien que me corrijan.

Esto es un pequeño ejemplo de lo que puedes descubrir cuando te expones a un nuevo ambiente, y sales de tu zona de confort; lo que me entristece muchas veces, es que al regresar a tu punto inicial, muchas de esas cualidades van cayendo en un profundo letargo, y sin darte cuenta, tiendes a volver a ser ese antiguo yo (sin serlo al 100% ya que nunca volverás a ser el mismo).

Estoy seguro que no soy el único que en estos momentos se encuentra atrapado en las mismas relaciones, actividades, rutinas y actividades, que en algún momento decidimos dejarlas para poder descubrir no sólo cosas nuevas, sino también para descubrirnos a nosotros mismos, y ver que no somos inmutables, que podemos ser muy flexibles, pero sobre todo, siempre, SIEMPRE, podemos ser mejores y nunca dejar de sorprendernos.

Ahora bien, las preguntas que lanzo al aire, y de las que aún, muy a mi pesar, no tengo respuesta, son:

-¿Por qué es tan difícil mantener esa chispa mientras estamos en nuestro periodo de “stand by”? 

-¿Es necesario tener que dejarlo todo, literalmente, para volver a sentir esa sensación de aventura y de aprendizaje?

-¿Por qué no la podemos sentir mientras estamos en nuestro trabajo o con nuestros “amigos” de siempre?

Si alguien tiene alguna respuesta, agradecería un comentario.

https://www.flickr.com/photos/kiketapia/26509383601/in/album-72157666327315016/

Mi versión personalizada del síndrome del viajero eterno

Son las 17h40, me dispongo a bajar del tren para hacer cambio de línea subiendo por unas escaleras atiborradas de gente, haciendo fila para poder salir. Camino por el pasillo que comunica los ferrocarriles con el metro, a paso rápido y sin demora para poder evitar el cúmulo de gente que se suele reunir para “picar” el billete de metro. Justo antes de las puertas, a mano izquierda, leo una frase que me llama la atención: “el capitalismo ha transformado al viajero en turista”; valido la tarjeta, bajo las escaleras, y dos minutos después subo al vagón, observando a los pasajeros y sintiéndome totalmente ajeno a ellos, al vagón, y a la ciudad, que hasta hacía poco consideraba mía.

Pasando la estación Sant Pau/Dos de Maig, y con la frase que hace unos minutos acababa de leer, recordaba mis trayectos desde 火车站hasta 五一广场, cuando los fines de semana me dedicaba a recorrer las calles alrededor del Wanda Plaza, eje central de Changsha, una ciudad en la cual me sentía en casa. De pronto la nostalgia me conecta con la Rembrandtplein y el Pathé Tuschinski, en donde pasaba horas y horas, para luego caminar de noche disfrutando de los canales de Ámsterdam hasta llegar a Leidseplein, entornos tan familiares como si allí hubiese transcurrido mi niñez.

El metro llega a Verdaguer, y allí mi mente ya me ha transportado a Marienplatz, una estación que me servía de trasbordo para llegar a München Isartor, una estación que tuve usar hasta el cansancio para ir a hacer mis prácticas, haciendo una rutina en un entorno que me era familiar, y que podía llamar hogar.

Saliendo del metro, y yendo de prisa hacia el supermercado para hacer la compra de la semana, no puedo dejar de pensar en esa sensación de inconformidad constante, de querer estar de nuevo en un avión, hablando con gente en otra lengua que no sea la mía, haciendo comentarios mezclando palabras, tonos y expresiones que sólo unos pocos podamos entender. Esa sensación tiene un nombre: el síndrome del viajero eterno. Es un síndrome, una enfermedad, un virus que me alegra haberlo contraído. Es una inconformidad que pese a no dejarme en paz en mi día a día, ya que siempre me está martillando la cabeza haciéndome pensar cuál será mi próximo destino, es a la vez una especie de alivio al recordarme que mi hogar está en donde estoy yo acompañado de mi maleta.

Comparado con amigos que le han dado la vuelta al mundo (algunos de ellos más de una vez), soy un mero principiante, de hecho, un “wannabe” que ni siquiera ha comenzado en serio, y aun así ¡cuánto me ha hecho cambiar la muestra gratis de experiencia que he recibido! Sí, envidio de algún modo a muchos de mis contemporáneos que tienen una vida “estable” y que encuentran en su zona de confort lo que necesitan para vivir: trabajo, comida y fútbol; es un estilo de vida que no trae preocupaciones y que con poco esfuerzo pareciese que la pirámide de Maslow estuviese satisfecha, pero envidio aún más a aquellos que en este instante están en una carretera haciendo autostop, en un mercado comprando artesanías en el otro lado del planeta (que no regateando) o simplemente escribiendo una nueva página en su libro propio de aventuras.

El síndrome del viajero eterno, según los comentarios de internet y por lo que he podido hablar con amigos, es incurable; esa sensación de no pertenecer a ningún sitio es incómoda especialmente cuando te preguntan “¿de dónde eres?” (odio esa pregunta básicamente porque no sabes qué responder), empero es también una forma de ver el mundo, un estilo de vida, y la mejor excusa de escapar cuando la rutina atrapa, una manera de comenzar siempre desde 0 y de hacer del mundo ese lugar al que podamos llamar hogar.